lunes, 13 de diciembre de 2010

Perseverancia y Paciencia



Disfrútalo con los ojos del Alma y sentirás sonreír a tu corazón

Echaron otra vez a andar, caminaron y caminaron, y llegaron a otro pueblo. El sabio se sentó en el brocal del pozo según su costumbre. Chao Mu escuchaba atentamente sus palabras. Las personas eran otras, las situaciones distintas, pero las palabras seguían siendo las mismas, y el joven se acostumbró a encontrárselas de pueblo en pueblo.

A veces, alguno se levantaba y solicitaba seguir al sabio, apartándose de lo conocido para ir hacia la novedad. Éste recibía una enseñanza del maestro. Algunos le abandonaban enseguida, para ir solos más lejos o para volver a sus pueblos.

Pasó el verano y llegó el otoño. Cuatro discípulos acompañaban entonces al sabio. Chao Mu empezaba a percibir mejor la vida en los elementos, en los animales y en todo lo que existía a su alrededor. Un día, dirigiéndose al sabio, le dijo:

-Quisiera saber de dónde vengo, conocer la energía que me anima. ¿Por qué estoy aquí? ¿A dónde voy? Y eso ¿vale la pena?

El sabio le sonrió con mucha dulzura.

-Todas las preguntas de tu corazón encuentran su respuesta. Ten paciencia.

A lo largo de los meses que siguieron, yendo de pueblo en pueblo, deteniéndose a orillas de los ríos o sentado bajo un árbol, Chao Mu aprendió mucho: acerca de su disciplina, de sus limitaciones, de su equilibrio o su desequilibrio. Se conocía mejor. Sin embargo, tenía la sensación de no estar aún más que al principio del camino.

Cuando llegó el equinoccio de otoño, los discípulos se agruparon alrededor de su maestro para celebrar ese especial momento del año. Hicieron juntos un fuego y el sabio, añadiendo leña, pronunció las siguientes palabras:

-Que el calor de este fuego se manifieste a través de nosotros a todos los que encontremos en nuestro camino. Que su luz se perciba a través de las tinieblas más espesas.

Al día siguiente el sabio se dirigió a un pueblo grande y se sentó en una piedra, al lado del pozo.

Un hombre se acercó para pedirle consejo.

-Oh, maestro, mi familia siempre está enferma y mi ganado no medra. Cada mañana despierto pensando en los problemas que el nuevo día me traerá.

Después de mirarle con atención, el sabio dijo:

-Para empezar, vas a quitarte este manto negro que llevas. Ahora, vamos a ver lo que ocurre en tu casa.

La casa que vieron estaba pintada de rojo y amarillo, y decorada con motivos negros.

Vuelve a pintar tu casa de blanco, con un poco de azul aquí y allá -le ordenó el sabio al campesino. Luego prosiguió su visita, pidiéndole a la mujer del campesino que cambiase también el color de su ropa, observando a los niños e indicando qué colores utilizar en cada dependencia de la casa. Para acabar, aún le dijo al hombre:

-Y ahora, empieza a vivir.

-Cuando estuvieron a cierta distancia de la casa, Chao Mu no pudo evitar el expresar su sorpresa:

-¿Por qué cambiar tantas cosas en la vida de este hombre? ¿Por qué no les has hablado más bien de la felicidad ni le has dedicado palabras sabias? ¿Por qué no le has enseñado a ver la belleza como a nosotros nos enseñaste?

-Porque ése no era el origen de sus dificultades ni del desequilibrio de su familia. El mundo terrestre está compuesto por cosas positivas y negativas, por ácido y álcali. Cada color, cada prenda de vestir, es positivo o negativo -explicó el sabio-. Por ejemplo, el rojo, el amarillo el naranja y el negro son colores negativos; el índigo, el azul, el violeta y el blanco son colores, positivos. El verde es neutro. La seda y la lana son positivas, el algodón es negativo. Los gatos son negativos, los perros positivos. El alimento es ácido o alcalino. Ocurre lo mismo con la música y con todas las cosas de este mundo. Es así como, buscando el equilibrio en su entorno, este hombre mejorará su vida.

El otoño avanzaba, el tiempo cambiaba y Chao Mu tenía tiempo libre para meditar en las palabras de su maestro. Le sorprendía la importancia de la acidez o de la energía negativa en la vida humana.

El frío aumentaba de día en día y empezó a nevar. El grupito se dirigía hacia las montañas. El sabio había enseñado a sus discípulos cómo conservar el calor con la fuerza del pensamiento, sin necesidad de muchas prendas de vestir.

Cada noche, reunidos alrededor del fuego, se aprovisionaban de calor para toda la noche.

Esa noche, en lugar de dormir como sus compañeros, Chao Mu observaba los ojos de un conejo en la nieve y los de un corzo que miraba el fuego, mientras revisaba mentalmente todo el saber que había recibido. Admiraba la blancura de la nieve. Ya no le sorprendía que siempre le hubiese gustado tanto... lo blanco es positivo y esa blancura le prestaba energía. El frío es positivo, el calor negativo... el sol es positivo, la luna negativa...

Vio entonces que el sabio se levantaba, cargaba su hatillo a la espalda y se marchaba. Chao Mu le imitó y el maestro se llevó un dedo a los labios para recomendarle silencio. Los dos se alejaron. La nevada caía copiosa, borrando las huellas de sus pasos detrás de ellos.

Por la mañana llegaron a un valle, en cuyo fondo se alojaba un gran monasterio. Se veía llegar de todas partes Sabios del Manto color Ciruela, cada uno de ellos acompañado por un solo discípulo.

Cuando se encontraron al pie de las murallas, el sabio se volvió a Chao Mu y le dijo:

-¿Ves esta silla de bambú? Es la tuya. No te levantes bajo ningún pretexto hasta que venga a buscarte.

Y el sabio desapareció en el monasterio con los otros monjes. Era el día del solsticio de invierno.

Chao Mu observó a los treinta y dos discípulos que estaban sentados en círculo con él, cada uno en una silla de bambú. Algunos parecían más experimentados que otros, como si hubiesen pasado por momentos duros. Esa noche, una gran luminosidad bañó el monasterio y los discípulos oyeron cantar a los sabios celebrando el solsticio de invierno, el nacimiento del sol. Chao Mu esperaba que su maestro fuese a buscarle por la mañana. Pero no pasó nada. Esperó todo el día, y luego llegó la noche y hubo gran agitación entre los discípulos.

Chao Mu sintió hambre y recordó que llevaba una galleta de arroz en el bolsillo. Comió un bocado y chupó un poco de nieve para aplacar la sed.

De repente, un discípulo se levantó y se dirigió hacia los matorrales en busca de algo que comer. Misteriosamente, su silla desapareció; cuando regresó, ya no había lugar para él. Miró por todas partes, desesperado, y acabó comprendiendo que tenía que marcharse.

Pasaron los días, se convirtieron en semanas. Poco a poco, las sillas iban desapareciendo: o bien un discípulo se desvanecía y caía al suelo, o se levantaba.

En primavera no quedaban más que diez que hubiesen soportado el invierno y que ahora vivían las lluvias primaverales y la nueva floración. Aprendían a atrapar al vuelo una hoja llevada por el viento y a masticarla lentamente, o a comer lo que crecía próximo, una raíz o una hierba. La disciplina no sólo les había curtido sino que había agudizado sus percepciones. Llegó el verano y, con él, el calor sofocante. Ya no quedaban más que cuatro. En otoño, quedaban dos.

Los músculos de Chao Mu se mantenían sólidos y su espalda derecha. Podía relajarse y llenar cada parte de sí mismo de conciencia y calor. Le bastaba pensar en bayas o raíces... y se materializaban sobre sus rodillas; le bastaba pensar en agua... y su cuenco estaba lleno. Llegó un día en que se quedó solo. Era la vigilia del solsticio de invierno.

Ése fue el día en que regresó el sabio. Ven conmigo -le dijo a Chao Mu. Cuando el joven se levantó vio a un nuevo discípulo a quien el sabio hacía sentar en la silla de bambú. Le hubiese gustado hablar con él, advertirle de lo que le esperaba. Pero sabía que no tenía que hacerlo.

El sabio le hizo entrar en el monasterio, a él, que era el único que había quedado en todo el año, para celebrar la fiesta del solsticio en compañía de todos los sabios.

Chao Mu preguntó entonces:

-¿Qué pasa aquí? Al parecer sólo un discípulo consigue mantenerse fiel y en su puesto durante todo un año.

-Sí -respondió el sabio-. Cada año se retira uno de los treinta y tres que somos, cuando ha completado su trigésimo tercer periplo. Tras un año en el monasterio, estarás preparado para ser un Sabio del Manto de color Ciruela y reemplazarás a uno de nosotros.

Y así se hizo.

Han pasado los siglos, los sabios han dejado su manto pero la tradición no muere. Manteneos atentos. ¿Tal vez habéis encontrado a uno de esos treinta y tres sabios en vuestras vidas? ¿Quién sabe? La vida es tan misteriosa...



FUN-CHANG "Los Sabios de la Túnica Color Ciruela"

http://www.angeldelaguarda.com.ar/cuentos2.htm

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